Ramiro fue un diez claro fino y cerebral

Diez de los de antes, de los que bajaban a buscar la pelota y la llevaban para adelante.
Foto: Los Tiempos
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Ostenta dos marcas por las cuales era ampliamente reconocido: fue el futbolista boliviano que por más tiempo actúo en el extranjero, y el que más jugó, de esa nacionalidad, en canchas argentinas. Fueron ocho temporadas (87 a 94), cinco clubes (Instituto, Argentinos Juniors, River Plate, Rosario Central y Platense), 146 partidos y 10 goles. Alto mérito: no es sencillo mantenerse en primer plano durante tanto tiempo en un fútbol tan competitivo.
Para dar una idea de quien era futbolísticamente Chocolatín Castillo vale la opinión de Guido Loayza, el dirigente que llevó al Bolívar a ganar una decena de campeonatos en su país, el que clasificó a Bolivia para la Copa del Mundo de 1994, el descubridor de Xabier Azkargorta: “Sin Ramiro Castillo, Bolivia no puede ni entrar a la cancha, decía Guido, un fenomenal analista del fútbol”.

Diez de los de antes, de los que bajaban a buscar la pelota y la llevaban para adelante, Ramiro fue un conductor cerebral, habilidoso y fino. La escondía como un maestro y tenía una enorme guapeza para jugar y una convicción absoluta en su juego. No era hombre gol sino un abastecedor de los atacantes. Está emparentado con la historia de la mejor época del fútbol boliviano. Uno de los históricos del mediocampo de Bolivia junto a Milton Melgar, Carlos Borja, Marco Etcheverry, Vladimir Soria y Platini Sánchez. Con ellos logró la tan celebrada clasificación para USA-94, con ellos jugó cuatro Copas América, de las cuales fueron subcampeones frente a Brasil en la edición de 1997.

Su momento de gloria fue en 1990, cuando ganó la titularidad en el River de Daniel Passarella y fue tapa de El Gráfico. Una lesión le hizo perder el tren y quedó fuera del aristocrático club, en el que llegó a ser campeón.

Una serie de circunstancias cruzaron la carrera deportiva de Ramiro Castillo y la de este cronista. Siendo figura de Argentinos Juniors y de River Plate, le realicé varios reportajes para los diarios Hoy y Presencia, de La Paz, donde trabajaba. Lo fui a ver varias veces a su casa del coqueto barrio de Villa del Parque. Era muy inteligente. Y culto. Estudiaba inglés y leía a García Márquez, Vargas Llosa, Mario Benedetti. No obstante, me costaba sonsacarle cada palabra. Era cerrado, frío, calculador y de fuerte personalidad aún sin levantar el tono de su voz. Nunca me hizo pasar a su casa. Bajaba del edificio de apartamentos y me atendía en la vereda o nos sentábamos en mi auto y charlábamos. No por maldad, era su estilo distante, su carácter serio. Nunca lo vi sonreír. Pero así era, igualmente, con los dirigentes, duro para negociar. En la cancha, aguantaba los golpes sin lloriquear. Y jamás anduvo detrás del periodismo, al que atendía a regañadientes.

Venía de hacer una gran Copa América y un notable partido frente a Paraguay por la eliminatoria. A los 31 años estaba en gran forma física y futbolística. Su alma, en cambio, estaba rota desde aquella tarde del 29 de junio, que pudo ser una jornada de gloria (si vencían a Brasil) y terminó siendo siniestra. A una hora de la final le avisaron que su hijo José Manuel, de 7 años, agonizaba por una hepatitis. Esa misma tarde empezó a extinguirse, también, la vida de Chocolatín . Y el sábado 18 de octubre de 1997 le puso fin oficialmente.

Texto original de Jorge Barraza publicado en el diario El Tiempo el 20 de octubre de 1997.

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