¿Dónde están las “patitas”?

Desperté con una necesidad que hace mucho no la sentía: ir al estadio Hernando Siles; al final, ahí sería jugado el mayor clásico del fútbol boliviano, Bolívar x The Strongest.

Escaneo1

Diario de un domingo en Siles.

 

Desperté con una necesidad que hace mucho no la sentía: ir al estadio Hernando Siles; al final, ahí sería jugado el mayor clásico del fútbol boliviano, Bolívar x The Strongest.

Domingo perfecto, sol pleno que combinaba muy agradablemente con el frío del invierno que se va.

Por la mañana, la primera providencia fue comer unas ricas salteñitas preparadas por mi amigo Jorge Cáceres, en Mallasilla, después de participar de la Santa Eucaristía oficiada por el padre y amigo Giovanni.

Al medio día, como habitualmente, sería normal viéndome comer los deliciosos chicharrónes en el restaurant “Los Pastos”, preparados por doña Zonia, en Mallasa (a media cuadra entrando la calle 3), pero mis planes eran otros.

Quería tener un verdadero domingo de hincha boliviano.

Me dirigí con prudente antecedencia a Miraflores, consciente de que ese tipo de partidos suele convocar mucha gente.

Al llegar, tuve nomás que meter las manos al bolsillo: “cinquito nomás es jefe, haysitos puedes estacionar, te lo voy a cuidar, pero tienes que pagarme adelantadito”, me dice, voluntarioso, el cuidador “dueño de la acera” de la Carrasco, atrás del estadio, quien, sin vergüenza alguna, me volvió a saludar, cómodamente sentado, en la general durante el partido.

Más adelante, para mi agrado y desagrado de los revendedores, no había filas y pude acercarme con muchísima tranquilidad a la boletería para comprar mi entradita.

“Señor Gonzales, pero usted puede ingresar gratuitamente a la preferencia con su credencial de periodista deportivo”, me comentó, a tiempo de saludarme, el simpático funcionario de Bolívar. Le respondí que cuando no estoy a trabajo tengo por costumbre pagar mi entrada como cualquier aficionado.

Pagué 60 bolivianos para la recta de general, solidarizándome, mentalmente, con la persona que venía atrás mío, acompañado de 5 personas, entre esposa e hijos, imagino, y que tendría que desembolsó 300 bolivianos en ingresos, sin contar los helados, sándwiches, etc., etc. Me pareció muy caro para un ciudadano común.

Pero la sorpresa agradable me la dieron mi sobrino Polito y mis queridos amigos y sobrinos, que casualmente estaban por entrar, y hasta me “costicharon” el “plastoform” de 30 x 25 centímetros que te venden “las caceritas” para, dicen, amortiguar el contacto de los glúteos con los durísimos asientos de plástico colocados por ordenes de la Conmebol en las graderías miraflorinas y que no tienen ninguna diferencia con el cemento anterior.

Como no había almorzado, me premié con un suculento sandwuiche (¿así se escribe?) de chorizo para posteriormente someterme en la puerta de entrada,  a las manos de los guardias de la policía nacional, encargados de revisar a los hinchas para evitar que éstos introduzcan bebidas alcohólicas y/o botellas de plástico. Medida que me parece de las más acertadas.

Por costumbre, me dijeron los changos sobrinos y amigos (99,9@ bolivaristas), se habían acomodado en la bandeja alta de la General del Siles, a donde tuve que subir repitiendo muchísimas veces la palabra “permisito, perimisito…”

A tiempo de acomodarme, percibí que en la General del Siles aún persiste la civilizada y pacífica convivencia entre estronguistas y bolivaristas, siendo que muchas parejas, aunque vistiendo camisas contrarías, todavía practican el conocido y agradable “chunqueo”, como muestra de que el fútbol no debe ser usado como arma agresiva social.

El primer equipo en adentrar al césped fue “el Estronger” y noto que su hinchada aún se encuentra resentida por la desclasificación de la Copa Sudamericana, pues visiblemente los espacios vacíos son mayores en la curva sur, pese a que una banda atigrada se deja oír.

Al contrario, cuando “el Bolívar” aparece en el túnel y corre hacia el círculo central, la curva norte se deja sentir y los bombos, los gritos y los papeles picados surgen del medio de la masa celeste.

Después de los saludos respectivos, los jugadores son citados para que formen una línea humana, junto a los árbitros; “algo va a suceder, pero espero no sea lo que se me viene en mente”, pienso dentro de mí y debajo de mi “visera con liga” que poco puede hacer frente a los poderosos rayos solares.  

En ese momento constato que se realizará nomás el único momento, para mí, antidemocrático del fútbol: el canto de himnos con los jugadores dando las espaldas al 50% del público, confirmando que la desigualdad social no se limita a los mayores poderes económicos de las gentes que colocan sus nalgas en “la Preferencia”.

Pero bueno, ¿qué hacer?, como todo boliviano respetuoso me levanto y comienzo a entonar las notas del Himno a La Paz. “¿será por el 16 de Julio que ya pasó hace rato? ¿será porque es el clásico paceño?”, vuelvo a pensar. Sin respuesta, noto que los paceños somos nomás comprometidos y veo que todos cantan el himno nuestro.

Lo inconveniente, irónico y chistoso, sin embargo, estuvo dentro de la cancha, pues, de los 22 jugadores más los 4 árbitros, disciplinadamente alineados, imagino que el único a cantar a pulmón abierto el Himno a La Paz, haya sido el yungueño bolivarista Arrascaita, ya que en la columna había argentinos, paraguayos, cambas, cochalas y hasta españoles, menos paceños. Lo propio en los respectivos bancos de suplentes. De cualquier forma, concluyo que la idea de cantar el Himno debe haber sido de la misma persona que decidió aumentar los precios, o sea, una verdadera infelicidad.

Comienza el partido y la emoción de estar sentado en el Siles nuevamente como hincha para ver el mayor clásico del fútbol boliviano, infelizmente se va desvaneciendo con el paso de los minutos, tal es la mediocridad futbolística de ambos equipos. Así,  el equilibrio de las(os) vendedoras(es) de helados, refrescos, sandwiches y otras cositas, comienzan a llamarme más la atención que el peloteo dentro de la cancha. Mi mente vuelve a funcionar para comentar: “caramba, el fútbol realmente es una actividad democrática, porque si dentro de la cancha rigen, absolutas, las 17 Reglas del Fútbol que son permanentemente desrespetadas por los actores, en las graderías, existen reglas que, sin necesidad de estar escritas, son verdaderas palabras de orden, pues nadie, absolutamente nadie reclama, cuando los y las vendedoras pasan y repasan decenas de veces rozando, sus traseros, literalmente, en el rostro de las personas que acompañan el correr del balón. Convivencia pacífica absoluta.

En el desinterés por el partido que de pronto apareció en mí, me di cuenta que no estaba solo, pues habían señoritas y señoras que poco o nada veían el juego y me pareció que esperaban más bien, ansiosamente, el final del primer tiempo, pues, así que el árbitro Juan Nelio García determinó el fin del suplicio, se inició un desfile, un movimiento de mujeres que se dirigían no sé dónde (pues los baños del Siles son simplemente una agresión). Noté que las mujeres conocen bien las incomodas gradas de la General del Siles, dada su destreza para equilibrarse en sus altos tacos, tomando el sumo cuidado para que no se les caigan sus gafas que adornaban sus cabelleras, en lugar de cubrir sus ojos. Que me disculpen las damas pero desde el fondo de mi ignorancia, creo que maquillaje cargado y rímel en exceso no combinan con el sol intenso y por veces sofocante de la General del Siles.

No me voy a alargar más, pues contarles lo que viví en el segundo tiempo sería redundar. 

Confieso que mi desilusión en mi periplo dominical por la general del estadio Hernando Siles, no se refiere solamente al pobrísimo fútbol presentado por atigrados y académicos, que ciertamente no cumplieron a cabalidad las determinaciones de Villegas y Portugal, sus entrenadores.

Pero, a tiempo de confesarles que la General del Siles es infinitamente más confortable que la friesa de las cabinas de transmisión situadas en los altos de la preferencia, les cuento que como todo buen paceño, me serví pucacapas, sandiwich de chola y helados de canela; pero les confieso también que mi mayor desilusión fue cuando mi estimado amigo Pablo (único estronguista dentro de una veintena de sus amigos y que prudentemente se vistió de verde), que gentilmente se había ofrecido para ir a comprar una de las más tradicionales exquisiteces de las tardes populares del futbol dominguero en el Siles de La Paz,  volvió diciendo: “Jorgito, no hay patitas”.

¡Caramba! ¿En dónde están las patitas?

¡Ah! Antes que me olvide, el Clásico en el Siles lo venció Bolívar, 2 a 0.

 

 

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