La mañana de mi vida

Tener nueve años en 1993 es un desafío interesante. No sabes un carajo de la vida, pero te explican en la escuela

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Foto: Marka Registrada

Era junio y el sol no tenía competencia en La Paz.

Tener nueve años en 1993 es un desafío interesante. No sabes un carajo de la vida, pero te explican en la escuela que debes ser boliviano, católico y neoliberal. Todo muy aburrido. Corbata todos los días.
Pero esa tarde jugaba Bolivia…

11 de la mañana. Fuimos a un parque de diversiones. Tobogán. Era cerca de casa. Un bus y ya. Me encantaba resbalar. Así se resume la felicidad.

“Esos flojos son una pérdida de tiempo”.
“Borrachos”.
“Otra vez”.

Recuerdo que viajar en ese bus era una clase de sociología. Pedagogía del que se sabe perdedor.
Es cierto, empezamos perdiendo y todas las voces previas que me llenaban la cabeza cobraron fuerza.

Vinimos al mundo a perder, dicen.
Seguimos, dije.
Y ganamos 7 a 1…

Pasaron 22 años desde ese día en el que mi madre me llevó al parque de diversiones y hay algo que no cambió.
Esa mañana, mientras escuchaba a viejas indignadas, se me ocurrió la locura inmensa de imaginar que ganaríamos. Y después la desfachatez de creer que seguiríamos ganando.

Nunca se lo dije, pero mientras mi madre me explicaba que los de verde eran los bolivianos yo soñaba con que llegaríamos al mundial.

Así siempre fue mi vida. Y recuerdo esa descabellada idea de 1993 cada vez que me planteo un objetivo. Es el máximo referente que tengo. Me viene a la cabeza cada vez que juega mi equipo. Creo que se llama ilusión.

Ni todas las señoras ni todos los buses del mundo podrán enterrar eso. Hoy como ayer me imagino a la selección ganando y clasificando.

Prefiero ser un niño de nueve años al que le gustaba resbalar. Prefiero que mi madre me diga “a Venezuela le ganamos siempre”. Creer es una elección.

Bolivia gana y se va al mundial.

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