La mejor noche de tu vida

Día de San Valentín, noche de Copa para The Strongest, un cuento ideal de Martín Díaz Meave para calentar el ambiente.

 

tigre palmeiras

 

Esta historia comienza cuando terminamos. Yo quería y tú no. Después tú querías y yo no. Al final, algo se rompió. Todos decían que volveríamos, nosotros decíamos que no. Pero esa tarde, cuando comenzaba abril, me llamaste, tentada, para que me tentara también yo.

– Mi mamá viajó a Cocha con mi hija –soltaste– estoy solita en casa…

– Ah, mirá. Bien por vos.

Te desarmó mi respuesta. El tono, la determinación, el “no” no pronunciado te irritó.

– ¿No quieres venir?

– Tengo cosas que hacer.

– ¿Y qué puede ser tan importante?

– Juega el Strongest. Contra Palmeiras.

Palmeiras, el Campeón de América. Los infelices que nos habían dado un baile bárbaro en la apertura de la nueva Copa Libertadores, con nombre de auto japonés, que nos habían humillado 4-0 en la noche paulistana de febrero frente a toda América. Tan poco atacamos en el Palestra Italia, que el arquero Marcos hasta se pidió un cafecito bajo el arco, el hijo de mil… bah, pero vos qué lo ibas a entender.

– Ah bien. O sea, ¿prefieres ir al fútbol que pasar la noche conmigo?

– Como quieras verlo. Yo de aquí me voy a Miraflores.

–¡Muy bien, perfecto!

Me colgaste emputada, insultada. No te iba a obligar a entenderlo; en su momento hubiera dudado, pero el agua que corrió bajo el puente de nuestra historia había apagado fuegos que yo ya no quería reavivar. Mejor así, mucho menos que explicar.

Llegaron las siete y me puse mi chamarra. Al salir de la oficina me sorprendiste en la puerta, con tu sonrisa pícara, sosteniendo un banderín gualdinegro.

– Ya bueno, te acompaño– respondiste a una pregunta no enunciada.

La mujer paceña tiene esa ternura, ese savoir faire que te desubica, te deja en off side, para decirlo en lenguaje futbolero, que combina con una pizca de malicia. Ella parece saber que las subidas y bajadas de la ciudad se reflejan en el carácter taciturno de los chuquiagueños. Así que ahí estaba yo, conduciéndote al Hernando Siles, resignado, buscando parqueo, apurándote para llegar más temprano.

Compramos plastoformo para sentarnos y llegamos a la bandeja baja. Cuando nos vio llegar, el Gordo, que estaba guardándome un asiento, cambió la cara. ¿Te conté que al Gordo nunca le caíste? Cuando le dije que terminamos, se apareció con dos “amigas” en mi departamento para celebrar.

– ¿Qué estás haciendo? Te apuesto que has vuelto– me soltó, aprovechando que te pusiste a hablar por el celular.

– No, nada que ver.

– ¿Y a qué santo vienes con ella? ¡En vos no se puede confiar!

– Gordo no me jodas, luego te explico.

¿Qué puedo decir? Ganamos 4 a 2. Pero ganamos lindo, ¡lindo! Uno de los mejores partidos que le vi al Tigre en mi vida, un baile, una fiesta para los ojos. Debe haber algo en el alma, un mecanismo extraño atado al orgullo, que hace que ejecutes las revanchas con maestría cuando está el ojo en tinta. Los ahogamos, los hicimos correr por toda la cancha y los frenamos, los hicimos pedir perdón y nos tomamos un café en cara de su arquero después del segundo gol. Todo salió bien: el cañonazo de Coelho que les arrancó las redes, el baile que les dio Richard Rojas en el medio, hasta el autogol que nos regaló su defensor. Nos abrazamos, reímos, le dimos un festival a nuestros ojos y nuestras gargantas pidieron mentol. Salimos eufóricos, oleando, borrachos sin alcohol. Compré un peluche –que le regalaste a tu hija– y de todas maneras, fuimos a tu casa y no dormimos, juntos esperamos el sol.

Al otro día, apareciste en la oficina a la hora de la salteña, me miraste contenta y dijiste:

– Ha sido la mejor noche de tu vida, ¿no?

Yo te miré y te di la razón. Te respondí “no lo dudes”, mientras en realidad pensaba: “Y de la tuya también”. Porque esta historia –y que me perdone tu familia, hinchas acérrimos del rival– es la del comienzo de tu nuevo amor.

 

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