Se acaba cuando se acaba

Foto: Los Tiempos
Foto: Los Tiempos

The Strongest 3 San José 2
3 de julio de 2003

Salí de mi última clase del semestre a las 9:00 como todos los jueves. Se me acercó Rodrigo, el más tímido del curso.

–Profe, ¿le puedo hacer una pregunta?

–Con gusto –dije, contento al fin de poder ayudarlo.

–¿Qué pasa si esta noche el Tigre empata o pierde?

La verdad es que esperaba una consulta acerca de la clase, pero me tuve que hacer yo también la pregunta. ¿Qué pasaba?

 

The Strongest venía de ganarle 5-3 a Real Potosí como visitante. El partido había sido emocionante y nos había puesto en carrera por el título después de 10 años. Le habíamos ganado en las últimas fechas a Bolívar, a Independiente en Sucre y a Wilstermann; parecía que nuestra sequía de campeonatos se iba a acabar. Pero esa noche nos tocaba un hueso duro de roer, el siempre complicado San José de Oruro.

 

Desde mediados de los 90, San José se había fortalecido económica e institucionalmente. No es que le falte historia. Durante la década de los 50, cuando sacaron su primer campeonato nacional, se ganaron el apodo de “los húngaros” haciendo un parangón de su forma de juego con el estilo de los magiares, uno de los mejores equipos de la década, subcampeón mundial en 1954. El descenso de 1999 y posterior retorno a primera no había hecho más que fortalecer a los orureños, que siempre estaban peleando –lo siguen haciendo–los primeros lugares de la clasificación liguera. San José tiene, además, a una de las hinchadas más fieles y aguerridas del país. También durante los años 90 se había producido, en un partido contra The Strongest en La Paz, una salvaje pelea entre hinchadas que casi acabó con la vida de uno de los implicados. Desde entonces, la seguridad en el Hernando Siles se reforzaba cuando los de la V azulada venían a jugar.

 

En la agencia, el único hincha “santo” que conocía era el Panda, quien se emocionaba no solo con la posibilidad de que su equipo salga campeón, sino de aguarnos la fiesta a los paceños.

–Esta noche vas a ir con kleenex, Tinchito –me decía. –Harto van a llorar.

–Vamos a hablar después del partido.

No apostamos. No era mi costumbre porque había mucha gente que no pagaba: hasta ahora me deben una caja de whisky de la Sudamericana del 2005 y un “ganador pide” de un clásico de 2009. Curiosamente fue con el Panda con quien me animé a apostar el día que ganamos el bicampeonato del 2012, pero esa es otra historia.

 

Hablé con Daniel para encontrarnos dentro del estadio. Una reunión postergada me iba a hacer imposible llegar a tiempo.

–¿No puedes salirte antes?

–Imposible, reservame un lugar.

–Pero va a estar lleno. Además acordate que los orureños se vienen a instalar a nuestro sector.

“Nuestro sector” era la recta de General bandeja baja Sector I, hacia la curva sur, a la altura del punto penal. No había cómo perderse. Ese era el sitio de la barra Las Chayñitas, oficialmente reconocida por el club The Strongest en 1995. Éramos conscientes de que poco íbamos a poder argumentar contra el poder de los números; los de La Temible y otras barras sanjosecistas siempre se contaban por miles y prácticamente hacían sentir local a su equipo. Rolando, el papá de Daniel, siempre nos pedía que nos cuidemos. Enrique, otro integrante de la barra, a veces prefería no ir porque en una de esas no me aguanto y les brinco”.

 

Cuando llegué, ya comenzado el primer tiempo, el panorama era hostil. La entrada al estadio estaba llena de policías que parecían dispuestos a hacer un examen prostático sin guante. Finalmente me dirigí a mi asiento, la señal del celular no funcionaba para ubicar a Daniel. La cosa era peor de lo que pensaba, nuestros asientos estaban justo al lado de la línea de policías que separaba a los hinchas visitantes del resto de los asistentes. El Dani me quería colgar.

–¿Dónde estabas? ¡Apenas hemos reservado asiento para vos!

–Están nerviosos los changos. Flojita nuestra defensa –Decía Enrique.

Lo peor de todo era que cuando nosotros comenzábamos a cantar frases de aliento, desde la hinchada rival, ubicada detrás de la línea policial, nos silbaban y mandaban a callar. En nuestra casa, en nuestra tribuna. Logramos empatar el partido, pero la animosidad con los rivales crecía, al igual que el nerviosismo. La primera parte terminó con victoria de los visitantes por 2 a 1.

–¡Tincho! –Escuché un grito desde otro lugar de la tribuna. Era el Panda, que hacía señas como diciéndome “yo te dije”. Le devolví una sonrisa, mientras entre dientes mascullaba maldiciones contra su equipo.

 

Mientras escuchaba al resto de la barra especular sobre quién debía entrar, o quién debía salir, mi mente devaneaba. Mi mirada se quedó fija en un padre que llevaba a su hijo en hombros, un par de filas debajo de mi ubicación. No tendría más de siete años y sostenía una pequeña bandera del Tigre haciéndola flamear. El chiquillo bajó su bandera y vi como una mano salía detrás de los policías y se la quitaba furtivamente. El niño, sorprendido, alertó a su padre.

–Papá, mi bandera. ¡Me quitaron mi bandera!

No pasó ni un minuto cuando vimos elevándose en medio de la hinchada rival el pequeño pendón gualdinegro izado en llamas, entre las risas y aplausos de los visitantes.

 

El mercurio de mi termómetro se disparó. Sentí como la sangre me trepaba a la cabeza. Vi a Daniel y estaba como yo, rojo de la ira. Nos fuimos encima de los policías y encaramos a los visitantes, buscando al que le había prendido fuego a la bandera.

–¡Hijo de puta, sal de ahí! ¡A ver si eres tan macho de mostrarte!

Rolando nos jalaba de los hombros, mientras los policías nos trataban de alejar de los rivales. Nuestras bocas daban rienda suelta a su coprolalia, les dijimos de todo, hasta de lo que se iban a morir sus tataranietos. El papá de Daniel nos llamó a la cordura.

–Par de locos, ¿se quieren hacer matar? ¡Cálmense! Ya está comenzando el segundo tiempo.

Los policías nos advirtieron con arrestarnos. Nuestra atención volvió al fútbol, pero estábamos indignados. Escuchábamos de rato en rato las amenazas de la hinchada rival y contestábamos a voz en cuello. Minutos después de iniciado el segundo tiempo, el Chavo Villalba marcaba la paridad venciendo a Geloz, pero el tiempo pasaba y San José no cedía. Doyle Vaca, ex atigrado, ponía un candado en defensa junto con Walter Flores. Las subidas de Cristaldo para encontrarse con Gigena eran infructuosas y como no podía ser de otra manera, la visita perdía el tiempo. Se cumplieron 90 minutos y se marcaron 4 de adición.

–Gol de Blooming en Santa Cruz –Dijo Enrique minutos después –pierde Wilstermann.

–¿Y eso nos conviene? –Pregunté.

–No. El beneficiado es Bolívar.

Para colmo de males, pensé.

La hinchada visitante gritaba “hora, hora”. El tiempo de adición se había cumplido. En ese  momento, una habilitación de Cristaldo encontró a Rubén Darío Gigena en la puerta del área chica. El Mono Geloz atajó su disparo corto, pero la pelota quedó picando a merced de Marcelo Carballo, quien la envió al fondo de las redes. El Hernando Siles estalló, ¡gol del Tigre! Daniel y yo nos encaramamos sobre los policías y gritamos el tanto en la cara de los visitantes. Uno de los oficiales trataba de contenernos, mientras otro hacía ademán de sacar las esposas. Rolando, único cuerdo en medio de la euforia, nos tomó del brazo y nos comenzó a sacar de allí. La hinchada rival nos escupía, nos lanzaba botellas y quién sabe qué otras cosas, pero no nos importaba. Vi hacia la ubicación del Panda y lo vi mustio, con la mano en la boca. Forcejeando con la policía salimos del estadio antes que la barra rival, de la que habíamos escuchado varias amenazas de “a la salida”.

–Tomen un taxi y váyanse a la mierda –nos dijo Rolando, sin poder contener la alegría del triunfo. Habíamos estado a minutos del oprobio y ahora estábamos a dos fechas de salir campeones, lo que eventualmente ocurrió un par de semanas después.

Así que, ¿qué pasaba si esa noche empatábamos o perdíamos? El fútbol encierra muchas verdades, pero una de las más irrefutables que he aprendido desde la tribuna es que las cosas acaban cuando acaban, no antes. Las personas, las metas y las cosas por las que vale la pena pelear se deben pelear hasta el final. Bienaventurados los que no tiran la toalla, porque de ellos dependerá ese esfuerzo final que determina la forma en la que se recordará un día, con la tristeza de la derrota cantada o con la dignidad de quien luchó hasta el final. Ésta es la historia de uno de esos días.

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